Jéssica de la Portilla Montaño.
Le dije al ingeniero genético que ahora deseaba una niña. Ojos grandes y verdes, cejas bien delineadas, cabello lacio color naranja. Alta como mi padre, delgada, con un coeficiente intelectual superior al de los otros cultivos en proceso.
Tres días después, ahí estaba: un feto más dentro de la polimatriz termoplástica. Ya no sorprende lo rápido que se desarrolla un prospecto de bebé humano: para eso uno paga las hormonas sintetizadas a partir de monómeros vacunos.
Mi hija estará lista en menos de un mes. La mandé construir con dos corazones para que me ame inexorablemente. También la pedí con una anomalía vascular por si acaso no lo hace… El ingeniero, que afortunadamente no hizo juramento ridículo alguno, sugirió que un seudoclón sano sería más rentable, pero no: siempre puedo encargar un cultivo nuevo, con otras características (ojos castaños, cabello rizado color chocolate, pestañas que parecen postizas) por si la actual tampoco me convence.