Cuentos para niños: Manuel Arduino Pavón
Cuento: Las monedas dobladas
De: Manuel Arduino Pavón
En exclusiva para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil.
Ilustración: abtuno.
TodoMePasa.com



Cuento: Las monedas dobladas
Terminó el ciclo escolar 2015 – 2016, los niños y jóvenes salen de un grado para iniciar en otro; tras un breve período de descanso nuestros estudiantes inician un nuevo ciclo escolar. Con la actual reforma educativa, los días de clase pueden ir de 185 a 200 días, siempre y cuando se cumpla con las 800 horas obligatorias de estudio.
¿Qué se supone que aprendieron nuestros alumnos en la materia de Español?
Los estándares curriculares, como es bien sabido por todos los docentes, expresan lo que los alumnos deben saber y ser capaces de hacer en los cuatro periodos escolares:
1.- Al terminar el preescolar;
2.- Al concluir el tercer grado de primaria;
3.- Al final de la primaria (sexto grado); y
4.- Al cumplir la educación secundaria.
Los doce años de educación básica en México son fundamentales para ampliar el alcance y la experiencia en el uso de la lengua, y para comprender y utilizar la comunicación como parte integral de las prácticas sociales.
Los estándares para estos grados deben ser elevados y deben ser comparables con los establecidos a nivel internacional.
• Ser capaces de leer y escribir lo suficiente y correctamente para participar en las prácticas sociales y expresarse de forma individual.
• Contribuir de manera creativa a las discusiones, debates y otras formas de intercambio en la escuela, la familia y la sociedad.
• Conocer cómo es el lenguaje y otras formas de comunicación en el trabajo, y ser capaces de reflexionar sobre estos procesos.
• Desarrollar las habilidades comunicativas necesarias para convertirse en ciudadanos eficientes.
En nuestro rico contexto cultural urbano, el lenguaje y la comunicación en la vida diaria de los alumnos se desarrollan:
El uso de un lenguaje folclórico, disparates y groserías; el conocimiento del mundo o de su mundo; unas calles más a la redonda de su casa, el barrio y algunos parques a donde ir a matar el tiempo; la lectura les aburre, manifiestan ignorancia supina sobre libros clásicos, les gusta comunicarse vía WhatsApp creando una rica forma de comunicación escrita fonéticamente, no les importa la escritura correcta, practican discusiones y debates llenos de insultos y vituperios.
Sigues fantaseando con imposible ausencia. Solo un masoquista entiende el placer de un último dolor, uno dulce del que no te arrepientas. Una molestia pasajera trastocada en alivio al eliminar tu inefable parlamento de la biografía de los demás.
Has pasado temporadas inventando pretextos. Tus personajes desaparecen a cuentagotas, se desvanecen, se esfuman línea a línea. A veces haces acto de presencia; el resto de las funciones tú misma te has ido borrando del imaginario colectivo, de la farándula, de las marquesinas. Contados los otrora entusiastas que aún evocan tu seudónimo artístico, tu notoriedad intranquila… y seguramente son aquellos que, si se los permitieras, con gusto te escupirían cuánto, cuánto aborrecieron tu actuación. La indiferencia es lo de menos: los fracasos se cobran y la melancolía se ignora mucho antes de que un aprendiz en potencia decida interpretarte un maldito día cualquiera, aparecer en un escenario árido imitándote en un sala sombría y poblada de sonrisas estúpidas.
Fue culpa de una cincuentona engañada y de un bailarín canceroso el haberte dormido sin un epitafio, rodeada de velas apagadas y de colegas que nunca te trataron como merecías y que sólo en tu imaginación se preguntan cómo pudiste, oh, tú que lo tenías todo físicamente hablando y lo desperdiciaste, tú que asesinabas con gusto cada intervención que te correspondía y que echaste por la borda la obligación de aprovechar el talento otorgado por una fuerza que Nietzsche mató.
O culpa de los ángeles de Rius, fue tu inexistente protección divina que no te advirtió de no hacer caso a una canción que aún recauda millones en regalías.
Fue apenas una tira de tabletas de uso diario, que hoy se encuentran en casi cualquier botiquín casero y que en aquel lejano entonces tenían cierta sustancia que ahora haría tus delicias.
Y ese beso de buenas noches que debió velar a diario tu sueño, que debió leerte cuentos infantiles cortos, cortísimos, de un lobo tierno que fue asesinado por Cenicienta se acabó, que debió cobijarte y protegerte de ese otro besito infantil e inocente que hoy mandaría a la cárcel a un muerto, a una hiena que nació cadáver y que en aquel entonces se arrastraba por los rincones en busca de Barbies para contagiarles en voz baja, tan baja, su interna y dilatable putrefacción.
Ya casi es hora de bajar el telón. Despídete luego de agradecer los aplausos y los abucheos.
Imagen: Barbiecitas.
He leído a Lovecraft, a Stephen King, a Poe… y ninguno me ha causado tanto terror como cuando veo a mi mamá con un cinturón.
Fantasmas y duendes me pelan los dientes. Los zombies limpian mis zapatos. El verdadero escalofrío es llegar a casa con mis calificaciones.
No es que se me aparezca Freddy Krueger… pero, en verdad, todas mis pesadillas me quitan el sueño.
¿Qué nos quita el sueño, qué no nos deja descansar cada noche en santa paz?
Desde niños nuestra familia nos enseña a temerle a una cantidad de seres fantásticos y a los castigos divinos si nos portamos mal, o -peor aún- el inevitable castigo materno si nos descubren en alguna trastada.
Al crecer, el miedo se traslada al ámbito social: un regaño, que se burlen de nosotros, ser humillados.
Y ya más grandecitos, nos atemoriza el mundo de lo cotidiano: perder nuestro empleo, reprobar una materia, las tribus urbanas, y un gran miedo a conocer la verdad de cualquier asunto.
No importa si es horror o temor: ambos causan pulsaciones aceleradas, respiración sofocada, angustia, repulsión, asco, rechazo y, finalmente, enojo e impotencia.
Una noche oscura en cualquier calle solitaria nos genera la sensación de desabrigo, pensamos en ladrones, rateros, navajas, cuchillos, pistolas, violadores, etc. Y, ¿qué hacemos en ese lugar a esa hora?
No pasó nada, qué susto, no me vuelve a pasar eso. Mentira, te va a volver a pasar por lo mismo que no te pasó nada, tentamos nuestra suerte, abusamos de nuestra confianza y traicionamos nuestra seguridad y tranquilidad.
¿Quieres vivir con miedo al terror? Tienta tu suerte...
Bernardo Monroy – Irregular (cuento)
Corro. Los pies se me hacen de plomo, pesados. Y mis perseguidores son más rápidos.
Los veo cerca, entro en desesperación, mis piernas no responden. Veo la pistola y escucho los primeros disparos.
Sangro. Sudo frío. Grito.
Estoy en mi cama. Qué alivio: fue un sueño. Tengo esta pesadilla desde los 6 años de edad. Y a mis 24 sigue siendo igual.
¿Igual?
Ésta no es mi cama. Y este olor a hospital… Qué dolor tengo en el cuerpo.
Lo desconocido, lo feo, lo que no se comprende y lo que hemos aprendido de nuestros semejantes. El miedo se aprende también, independientemente de nuestros sentidos y de nuestros instintos.
Aprendimos a tenerle miedo desde niños al diablo, al coco, a la mano negra, a la mano peluda, a lo desconocido, porque nuestra familia nos infundió ese sentimiento-emoción, esa sensación de desprotegido, de abandono y temor.
“Pórtate bien, no hagas aquello o vas a recibir tu castigo”, “Diosito te va a castigar”
Luego nos enteramos de los extraterrestres y cosas de otros mundos; nuestra mente se prepara para el miedo. Estamos indefensos.
Cuando crecemos, nuestros miedos inmediatos son más terrenales: al regaño, a la burla, a la humillación, a ser descubiertos por alguna maldad, a ser castigados y recibir una tunda.
Finalmente, en plena juventud, tus miedos se trasladan a la vida cotidiana: a ser despedido, a reprobar una materia, a los perros con rabia y sin ella, a las arañas, a las ratas, a los sapos, a los alacranes, a los borrachos, a los hippies, a los emos, a los punks, a los darketos, a la novia, a los papás, a la esposa/so, a los diarios, a las fotos, a los chismes, y al peor de los miedos: