Navidades, Inc. – Liberto Guerrero (Nueva voz en TMP)
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Han captado la imagen de “El Justiciero”, el Llanero Solitario de los autobuses y taquerías. El Zorro de las autopistas. La verdad, la mayoría de ciudadanos festejan las invictas de esta persona calva, que especulan que es guarura.
Las autoridades, con ánimo legal, invocan el Estado de Derecho. Que nadie debe hacerse justicia por su propia mano, que no son los tiempos de la ley del talión. Que la justicia retributiva es cosa del pasado.
Otros sectores, hípermoralistas, expresan que nadie tiene derecho de privar de la vida por cualquier circunstancia. Y los medios hacen su nota del día, exagerada, exhaustiva y como si fuera un rompecabezas. Buscan, indagan, preguntan. Quieren saber cuál es la siguiente imagen para conocer la identidad del justiciero.
El biopoder, concepto acuñado por Michel Foucault, la práctica de los estados modernos, CONTROL de la población a través de todas las formas posibles. Económicas, políticas, policiales, comunicativas, credos, etc.
La sociedad mexicana está harta de engaños, de injusticias, de hambre, de enfermedad y de pobreza. El Presidente y su séquito de intelectualoides hablan de México como una gran nación, 70 millones de pobres no la ven así.
Ya son muchos los casos donde se hace justicia por su propia mano, la cortina de la institucionalidad se desgarra a pasos agigantados.
Gobernadores corruptos cobijados por el poder y olvidados por el poder, la cúpula del poder mueve hilos y ya nadie está seguro cuando se amenaza la estabilidad.
¿Qué se cocina en estos momentos? Gasolinazos, devaluación, recorte presupuestal, alza de precios, ingredientes todos para que aparezcan más antihéroes. Señoras que golpean con cacerolas a su agresor, habitantes que amarran a los raterillos en postes dejándolos golpeados. Señoras que defienden sus pertenencias en vía pública dejando a sus agresores en graves condiciones.
Asaltantes, violadores, rateros, defraudadores se arriesgan a ser agarrados y ser linchados, juzgados ipso facto, y recibir penas corporales.
Byung-Chul Han el filósofo, escritor favorito del viejo continente, aporta una serie de metáforas en su libro “La Sociedad del Cansancio” para la sociedad postmoderna, neoliberal, globalizada, ultraoccidental…
“Estamos hasta la madre de tantas chingaderas”.
Presidente de telenovela, encopetado y su princesa de comedia, una guerra sin fin entre la policía / ejército. Maniatados por el Estado de Derecho, sin estrategia ante el criminal.
Un campo abandonado con baja producción agrícola, México no es autosuficiente en alimentos. Inseguridad cotidiana, los criminales roban los pocos pesos del obrero, del trabajador, del campesino. No se atreven a robar a la gente de dinero, esos tienen guaruras, seguridad, armas y amigos en la Judicial.
La catástrofe la sufre la gente pobre, los antihéroes son entonces bien vistos, y hay una tendencia a la imitación. El México bronco es un mito, el México de la Vindicta es una realidad. Basta que alguien se atreva a poner alto a la corrupción gubernamental para que el efecto dominó se mueva: vean lo que ocurrió en la primavera árabe.
Ana Segovia – Un cumple muy singular (cuento)
Para Mariana Villanueva.
[caption id=\"attachment_923\" align=\"aligncenter\" width=\"768\"] Ana Segovia: Un cumple muy singular. Ilustraciones: Abtuno. Para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil, de TodoMePasa.[/caption] Lilia miraba por la ventana, parecía que iba a llover pues el sol se estaba ocultando atrás de una nube. —Lilia –preguntó la madre–, ¿quieres salir a dar un paseo? —No, mamá, ¿no ves que va a llover? —¿Cómo crees? El sol se ha metido detrás de esa gran nube, pero no hay más nubes como para que llueva. —¿No ves cómo se ha oscurecido todo y se siente la humedad de la lluvia? –replicó Lilia, molesta. —Está bien, Lilia, si no quieres no salimos… *** Al día siguiente era sábado y Lilia cumplía trece años. Su madre y su padre le querían dar una gran sorpresa. Así que al despertar la niña sintió que algo se movía encima de su cuerpo, brincaba y hacía ruidos raros. —¡Un perro! ¡Qué padre! ¡Está chiquito y es muy simpático! Gracias, papá; gracias, mamá. —¡Qué bueno que te gusta! ¿Verdad que es precioso? –dijo la madre. Pero Lilia, cuando lo tuvo un rato entre sus manos y escuchó las palabras de su madre, lo pensó dos veces y dijo: [caption id=\"attachment_922\" align=\"aligncenter\" width=\"768\"] Ana Segovia: Un cumple muy singular. Ilustraciones: Abtuno. Para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil, de TodoMePasa.[/caption] —Oye, pero qué feo olor sale de su boca, ¿siempre va a estar babeando así? —Pues así son los perros, no usan baberos como nosotros –respondió la madre. —Sí, ya lo sé… Lo que quiero decir es que, ¿qué voy a hacer con él si babea tanto? —Pues jugar, Lilia, y si no quieres no juegues cerca de su hocico. Eso es todo. —Mmm, mmm… –musitó la niña y dejó el perro en el suelo diciendo: —Tengo hambre. Quiero unos deliciosos hot cakes –sus padres sonrieron. —Como hoy es tu cumpleaños –declaró el padre–, los tres desayunaremos hot cakes. La madre bajó a la cocina a preparar el desayuno y después de un rato gritó: —¡Lilia, ya están listos los hot cakes! Ven a desayunar. Lilia dejó al perro encerrado en su cuarto y bajó: —¿Por qué no traes al perro para que lo veamos jugar? –preguntó la madre. —Ay, no, mamá. Quiero saborear mis ricos hot cakes sola. No vaya a ser que me los babee. —¡Ay, Lilia! –se quejó la madre. Ya en la mesa Lilia exclamó: —Yo quiero el hot cake más redondo. —Ten, Lilia, aquí está— respondió la madre poniéndole el plato enfrente. Su padre apareció, entonces, recién bañado, y se sentó a la mesa. Su esposa le sirvió su plato. —Mmm, huele delicioso y qué bien te quedan –dijo muy satisfecho. A lo que Lilia refunfuñó: [caption id=\"attachment_921\" align=\"aligncenter\" width=\"768\"] Ana Segovia: Un cumple muy singular. Ilustraciones: Abtuno. Para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil, de TodoMePasa.[/caption] —A mí no me lo diste tan bonito. ¡Mira, ya hasta está frío! Su madre lo recalentó pero Lilia se lo comió con desgana. —¿Qué vamos a hacer hoy que es mi cumpleaños? —¿Qué se te antoja, Lilia? –inquirió su padre. —Pues, no sé, ir al zoológico, a la feria, al cine… —Me parece muy bien. Entonces arréglate para salir temprano y hacer todo lo que nos alcance el tiempo. La madre se acercó a la mesa y le dijo: —¿Adivina qué, Lilia? Tu abuela te mandó un regalo. Ten, ábrelo. Entre los papeles surgió un lindo vestido a la moda. Justo lo que Lilia había querido tener. Se lo probó y le quedó muy bien. Era cómodo, sencillo y elegante. —¡Uy, qué guapa, Lilia! ¡Qué chica tan moderna! —exclamó su padre. —Te queda perfecto –expresó su madre. —Sí, ¿verdad? Lilia se empezó a poner nerviosa otra vez. —Pero mira, aquí tiene una especie de arruga. Qué feo se ve. No puedo salir así a la calle. ¡Qué pena! —Pero Lilia, no exageres –dijo el papá. —No exagero, papi. ¿A ti no te daría cosa verte así? No, no quiero ponérmelo y no quiero salir a pasear. Prefiero quedarme en casa con ese perro baboso, sola en mi cuarto. Para ese momento, Lilia ya estaba ofuscada. Con el ceño fruncido y los brazos cruzados se quedó mirando fijamente un punto sobre la mesa. —Lilia, hija, no seas absurda. Puedes ponerte otra cosa y festejar tu cumpleaños como lo habíamos planeado —suplicó la madre. —Pero no quiero. Todo sale mal: el perro, el hot cake y el vestido. Todo termina siempre arruinándose. ¡Qué feo es, además de eso, cumplir trece años! ¡Qué horror! –y Lilia se puso a llorar. Sus padres se acercaron pero ella se levantó y se subió y encerró en su cuarto. —¡ Déjenme en paz! –gritó desde adentro. Lilia lloró un gran rato abrazada al pequeño perro que gemía junto con ella. Nadie la comprendía. Poco a poco se fue quedando dormida. *** [caption id=\"attachment_924\" align=\"aligncenter\" width=\"1024\"] Ana Segovia: Un cumple muy singular. Ilustraciones: Abtuno. Para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil, de TodoMePasa.[/caption] En su sueño, Lilia estaba sola en su cuarto. Ese día era su cumpleaños y se había despertado al escuchar los ruidos de alguien en la puerta. Pensó que entrarían sus padres para felicitarla, pero nada pasó. Lilia se levantó y fue a la cocina. Allí se encontró a su madre, quien le dijo: —Buenos días, Lilia. Ya sé que hoy es tu cumpleaños pero no tengo nada para ti. Ayer había un perrito muy gracioso en la tienda pero babeaba todo el tiempo ¡Qué asco! Iba a ensuciar toda la casa, así que mejor lo dejé ladrando en la tienda. Su padre llegaba a desayunar recién bañado: —Hola, Lilia. Ya sé que hoy es tu cumpleaños. Quizás quieras salir a pasear, ¿pero no te parece que va a llover? Con la lluvia vamos a manchar el coche de lodo, llegaremos tarde a cualquier lado y nos mojaremos. Creo que es mejor que te quedes en casa y te ahorres un buen catarro. ¡Feliz cumpleaños! Entonces, su madre intervino: —Bueno, Lilia, tuviste suerte. Tu abuela te mandó un regalo. Ya ves que nunca se olvida de ti. Ten, ábrelo. Lilia sacó el mismo vestido moderno idéntico al que le había mandado su abuela. Por lo menos tendría un bonito vestido. Pero su madre al verlo dijo: —¡Uy, tu abuela sí que se modernizó. Se pasa, ¿no? A ver, pruébatelo. Cuando Lilia tenía puesto el vestido, su padre le dijo: —Mmm, no me gusta que te veas tan atractiva, es muy audaz para tu edad. Está muy corto. Los chicos te van a estar molestando en la calle y a ver si no hay un desgraciado que te insulte. —¡Lilia! ¿Ya viste? Tiene una arruga espantosa aquí por el bolsillo. Como que no está bien terminado. Si no fuera por eso parecería un vestido fino. Pero no lo es. —Pero mamá –replicó Lilia–, casi ni se nota… —No, no. No quiero que piensen que yo te visto con ropa de segunda. Mejor se lo regalamos a Doña Pachi. Tiene una hija de tu edad y nos lo va a agradecer. Tú mereces mejores galas, hija. Dámelo, se lo voy a dar mañana que la vea. —Pero, mamá… no es justo –se oyó apenas protestar a Lilia. —Nada, nada. Tú pórtate como una niña buena. Te voy a hacer tu desayuno y te lo llevo a la cama. —Sí, quiero unos ricos hot cakes bien redondos y calentitos. Te salen tan bien… —Qué va, hija. Me salen muy feos, y cuando los sirvo ya están fríos. Mejor te hago unos huevos revueltos como siempre, con sus frijolitos y tortillas. Esos no tienen que salir perfectos. —No importa que los hot cakes no estén redondos, de todos modos me los voy a comer. —De ninguna manera. Anda, vete a tu cuarto. Ahora te llevo tu desayuno. Lilia regresó a su cuarto muy desanimada. Parecía un día como cualquier otro, pero era peor, mucho peor. Se metió en la cama. Ni siquiera había un perro que la consolara. No existía ningún plan para su cumpleaños, y aunque el sol empezara a salir de la oscura nube, ella no festejaría su cumpleaños. Se quedaría en casa rumiando los huevos revueltos de siempre. Nada tenía que ver ese día con su onomástico. Su madre apareció con la bandeja del desayuno y se la puso sobre las piernas: —Anda, m’hijita. Desayuna tranquila. Hoy vamos a relajarnos. Tu padre y yo queremos estar contigo en casa. Aunque él ya se bañó se quedará aquí sin salir. —Gracias, mamá –contestó Lilia. —No, por nada. Ya sabes que te queremos mucho. Bueno, ahora nosotros nos vamos a acostar un rato mientras desayunas, así que no hagas ruido. Cómete todo tranquilita y si quieres ponte a ver la tele como ayer. —Sí, mamá. Cuando se cerró la puerta, Lilia empezó a llorar. El huevo estaba frío; la casa, silenciosa; no tenía ni vestido ni perrito y sus padres estaban encerrados en su recámara. *** Lilia despertó llorando. El perrito lamía sus lágrimas. Abrió bien los ojos y suspiró al ver que estaba en su casa, con su perro, el vestido nuevo en la silla, el olor a hot cakes todavía en el aire y sus padres platicando en la cocina. ¡Qué maravilla! Lilia bajó corriendo hacia la cocina y abrazó a sus padres. Les dio un beso y les dijo: [caption id=\"attachment_925\" align=\"aligncenter\" width=\"768\"] Ana Segovia: Un cumple muy singular. Ilustraciones: Abtuno. Para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil, de TodoMePasa.[/caption] —¡Qué delicia de hot cakes hiciste, mamá! Quiero hacer hoy todo lo que podamos. Me voy a bañar rápido y me estrenaré el vestido de la abuela. Papi, ¿no podríamos traer al perrito con nosotros? Pondré un trapito para que no ensucie el coche. —Pero qué cambio, Lilia –expresó su padre–. Claro que traeremos al perrito. Además ya es hora de que lo bautices. ¿Cómo le pondremos? —Sí, Lilia. ¿Qué nombre te gusta? —¿La verdad? —Sí, claro. —Bueno, me gustaría ponerle un nombre especial: Perfectoimperfecto o Imperfectoperfecto. —Pero eso no es un nombre, ¿por qué se te ocurre tal cosa? —Es que quiero decirles que hoy descubrí que no existe lo perfecto solito. Que también lo imperfecto ya es muy perfecto y que amar todo eso me hace muy feliz. Gracias por este cumpleaños tan especial.Abraham Téllez España presenta uno de sus cuentos infantiles: Cenicienta casi
Para Inés de Tavira
Entonces tenía siete años. Mi cuerpo era el de un bebé agigantado. Con esos brazos regordetes y las piernas esponjosas y saltarinas, habría sido justo ser llamada querubín. Tenía mi misma cara que a los tres, que a los cinco. Distraída. Salvo dos hoyuelos en la mejilla izquierda, ninguna otra belleza. Siempre simple. Es cierto que a los siete el cuerpo y el pelo habían mutado de su forma original, pero poseían el mismo tono ámbar, el mismo olor mío de siempre, dulzón. Siete años era la medida para calcular el “siempre” y entenderlo casi. –Siempre estás de floja –alguien me dijo una vez, varias. ¿Siempre? No notaba el cambio en mí sino en todo lo que ya no me venía, en lo que me quedaba de pronto tan pequeño. Así podía comprender la lógica del antes y nunca la del siempre. El antes estaba ahí, en lo que dejaba de ser para transformarme en algo ajeno. Monstruosa. –Antes eras muy buena niña, ¿qué te ha pasado? –notó una vez mi Miss favorita. Tirar los primeros dientes, saborear mis encías chimuelas y, empezar a ver mi frente en el espejo del baño al peinarme, eso era crecer. El crecimiento me revelaba el misterio del antes como un aire irrecuperable. –¡Qué bárbara! ¡Ya estás enorme! Y dolía saberlo. Aún a los siete creía ser idéntica a una princesa de ensueño. Hay otras niñas como Ana Paula, la hermana grande de Marifer. A ella su padre le prometió que era una princesa; sí, pero montada en un dragón lanzando saetas. Una guerrera. Era su destino convertirse en una mujer brillante. A ojos vistas era una criatura destacada y, a pesar de todo esto, se distanciaba de los halagos con abismos superiores. Sola, completamente entera, prefería admirar la rebelión de las hormigas antes que entablar palabra o jugar con las demás. Todo mundo, dentro y fuera del colegio, atendía su belleza, llenando a “Ana Pau” de privilegios perennes. Yo en casa me hacía la Cenicienta cada tarde y, sin barrer, jugaba en los rincones con la escoba. Me untaba de tierra las mejillas. Deseando ser pobre, creí en un sendero donde la dicha recompensaba al final el sacrificio de las criadas. –Tengan cuidado con esta niña, la imaginación es como la loca de la casa. Hagan que repase las tablas, que aprenda a escribir con corrección– sugirió la madre Leonor a mis padres. Pero en nada podían ser dañinas mis fantasías infantiles y, por el contrario, mi padre veía en mí los dotes de actriz con que triunfó la tía Margarita. Me dejaba jugar a mi antojo; sola, libre, desbordada. El baile del gran palacio ocurría en la sala. Muchas veces gocé actuar el momento en que se me desprendía la zapatilla de cristal. Al perderla, salía ofuscada al jardín, dejando caer el íntimo recuerdo que de mí tendría más tarde mi imaginado príncipe azul. –Adiós, príncipe. ¡Son las doce! ¡Me voy! Y miraba mi pantufla con falsa indecisión antes de huir apurada. [caption id=\"attachment_625\" align=\"aligncenter\" width=\"750\"] Cuentos infantiles: Cenicienta casi, de Abraham Téllez España (Sogem).[/caption] De entre todos los juegos, la Cenicienta era el que más sonora volvía mi voz, el que daba a mi mirada cierta inocencia azul; sólo pensando en ser Cenicienta podía actuar con el cuerpo vivaracho y encendido. Jugar a la hermosura para crearme y creerme mi ficción personal. –¿Cómo está mi niña, la más guapa? –me decía papá elevándome a una fantástica y, sin embargo, simple mentira. La tarde que Marifer y Ana Paula vinieron juntas a la casa tragué fríos hasta antes ocultos. Fue la única vez que Marifer vino con “su-hermana-la-guapa”. Ana Paula y sus labios pequeños de redonda florecita. Ana Paula y sus ojos verde imperial. Ana Paula, su pelo rubio, también verdoso bajo el rayo del sol. Ana Paula tres años mayor, tres veces más. ¡Ana Paula fue mi invitada más honorable hasta entonces! Cuánta dicha me causó verla comer; sabría siempre que ésa fue la silla que escogió para sentarse a la mesa y que, aquel vaso con estrellas fue detenido por sus pulcras manitas. ¿Cómo haría para nunca ensuciarse los dedos o la palma con la tinta? Cuando fuimos a la nevería, Ana Paula pidió un helado de mango y así fue como empecé a tener mi propio postre favorito. A partir de entonces pedí helado de mango durante años. Al regresar a la casa aquella tarde, nos encontramos con el coche de su madre bajo la luz de un farol que acababa de prenderse. La luz del farol, el coche inmóvil, fueron presagios que anunciaban el fin de esa alegría únicamente mía. ¡Cómo me habría gustado peinar a Ana Paula!, ¡verla dormir!, ¡ser Marifer! A las siete y diez nos terminamos el helado y Ana Paula se apartó callada encontrando asiento detrás del gran macetón. Se veía elegante en su aire de contemplarlo y saberlo todo. Una mujer. La sombra de la aralia salpicaba su piel de formas salvajes y en su mirada cupo la pupila de un animal salvaje cuando me erguí diciendo: –Y que yo era Cenicienta, ¿y que éste era el palacio? En cuanto lo dije, cierto hechizo opuesto al esperado, se apoderó de mí. El escalofrío cercano, la mala sorpresa que descompone los huesos de la espalda; algo dentro de mis oídos sonaba como un plato al quebrarse, como el agua que no es bien servida de la jarra y se derrama por todo el mantel, ensombreciendo y silenciando la realidad que rodea. Ésa era yo, de pie, con las mejillas irradiando el calor de mi vergüenza. Por donde se viera, un castigo llegaría. –Tú no puedes ser Cenicienta. ¿Verdad, Ana Pau? ¡Cenicienta es rubia! Y además es muy bonita –declaró Marifer sincera, con la despreocupación de una inocente. Ana Paula no dijo una palabra, pero su mirada despuntó un invisible viaje al escondite de mi cerebro donde estaba ella guardada junto con la intención mía de agradarla. Me halló ansiosa por escapar de mi notorio deshonor y, al verme tan fresco el sudor de la frente, me desvió la vista. Quise llorar por un dolor nuevo, recién conocido. Descubrí la burla disimulada en Marifer y algo de ese momento me redujo para siempre a un nuevo estado, el de la tonta. Yo había visto varias tontas en el salón. La tonta es casi semejante al papel que ocupa la fea, la gorda. A la tonta solo se le usa o se le ignora. Y, muy de vez en cuando, se le humilla. Es necesario el oído de la tonta que siempre sirve de contenedor para la voz de las bonitas o no tan bonitas, pero que tienen siempre algo que relatar. Un conflicto que amerita decirse, una aventura que cause envidia e intriga, o un pesar que desahogar, lo que sea pero que siempre debe ser dicho. –Mejor juguemos a “los ratones”, ¿no? –ordenó Marifer. Ana Paula buscó a su madre con un vistazo y luego reposó la frente sobre sus rodillas. Sin deseo real, obedecí a Marifer y nos volvimos de repente dos ratones teniendo aventuras entre la gente. Cualquier mayor podía ser esa gente mala que quería cazarnos, que no sabía que éramos dos ratoncitos de película. Y por eso nos gustaba asustar a los grandes con nuestras larguísimas colas y con nuestros feroces chillidos. –¡Miren nada más a estos ratones! –nos dijo la Tita al vernos entrar a su cocina. Luego vio mi cara quebrantada. –¿Qué tiene mi chiquita? –le oí decirse, casi para sí misma, encorvada frente a la estufa. Ana Paula se levantó con pesadumbre y, de pronto, su gesto divino se clavó en mi entrecejo. ¿Y ahora, qué? Su Misterio. Se acercó discreta al comedor. Nuestras madres fumaban y cuando la mía echó una miradita al reloj, Ana Paula se desplomó con el peso de una nube que cede su vida a la luz de una tarde perdida. Ése era el primer desmayo que contemplaba, el primer ritual en que vi una mujer inmolarse a sí misma para satisfacer a las otras. Con su desmayo, Ana Paula hizo un corte en el tiempo inmóvil y lo volvió repentinamente veloz, suyo en absoluto. –¡Dios mío! –gritó su madre poniéndose de pie. Y se lanzó junto a su cuerpo dorado, vibrante en el azul marino del uniforme que, desde el piso, no me pareció igual al mío. Un pesar se me colgó de los ojos, verla dolía como cuando se reprime una lágrima. Mi mamá corrió al baño a traer el alcohol y escuché susurrar con enojo un: “¡Ana Pau, hija!” Cuando mi madre volvió, me encontró tan pálida que pensó que iba a desmayarme también. Miré a Ana Paula. Me coloqué frente a esa reina de hielo adormecida y, desde sus párpados, quizá cerrados con sorna, me sentí observada con exactitud, leída como nunca antes, incitada a caer. La escuché suplicante; me habló con el timbre de una voz imaginada por mí, o por ella insinuada ella desde su silencio en el piso. Ahí empezó todo. Suave su voz, lenta melodía, sonaba alargando las palabras: “Hazlo, hazlo ya.” –¿Y si la beso para que… Mi madre apenas me dejó concluir. –¡No digas eso! ¿Qué van a pensar de ti? –repuso mientras destapaba el alcohol con el temblor de su nerviosismo. Entonces sólo yo pude ver a Ana Paula sonreírme levemente al tiempo que recobraba su expresión habitual. Pestañeó conteniendo las ganas de reír por mi absurda intención de rescatarla. Recuperó el color de sus mejillas: tramposa. Le tomó unos segundos de esfuerzo levantarse, para así dar mayor credibilidad a su malestar. Cuando se fueron mamá no me sirvió la cena, dejó de hablarme por tres días sin ceder a mis gestos lánguidos. Había en su mirada un discreto horror al verme, por eso prefería desviarme de su mirada,, como la hembra que ya no reconoce al miembro más inservible de su camada. No sabía que hubiera hecho algo para disgustarla así. Se habría dado cuenta de que yo no tenía la vocación de las otras para ser destacada. Todo siempre en el mutismo, mi madre sin voz, dejándome en lo que se calla porque de otra forma, ¿cómo se esconde? La última vez que jugué a la Cenicienta mi madre habló. Mientras me desplazaba en ese vals solitario, tomando el hombro de mi príncipe con delicia, ella caminó a la cocina y me dijo: –¿Con quién bailas, eh? Me detuve, enrojecida. La vi entrar a la cocina, sobre mi aliento contenido sentí los ruidos con que sacaba el hielo. Varios cubos golpearon contra el cristal, luego, el golpe de la puerta cerrando el refrigerador. Afuera no hice nada, enmudecí en la espera de verla salir otra vez. Llevaba su coca-cola burbujeante y negra, que encendía las formas del hielo, que escurría del vaso espumosa, humedeciéndole los dedos. Fue hacia arriba sin voltear a verme. No jugué a la Cenicienta en adelante y me lo propuse con el fin de una sola cosa: tenía que empezar a irme bien. Era momento de imitar, más bien, a la tía Luz, que era formal, tan seria en la escuela, tan respetada por los abuelos. Me inspiraría en ella escogiendo un punto falso adonde dirigir los ojos cuando no hay nada más que decir. Todo había cambiado con la suma de esas tardes, menos el gesto que me acompaña y define, ese temblar de los ojos distraídos, que se esfuerza para simular una calma aparente. Con nada volví a jugar a partir de esos días, ni con los cubiertos, los platos, la escoba, la tierra… ni con las mentiras. Era tiempo de crecer. Tanto me afecté por la entrada de Ana Paula a mi casa que no volví a saludarla más. Ella sí tenía la obligación de ser hermosa, por eso algunos niños más grandes se acercaban al portón de la escuela llamándola. La miré como ellos, pero oculta. Y los terribles días de escuela terminaron siempre a las tres de la tarde. Y la medianoche, límite impreciso de la fantasía que anticipa la vuelta a una realidad seca que, desprovista de sus doce campanadas, aparece con el día para cambiarlo todo.Cuento: Las monedas dobladas