Abraham Téllez España presenta uno de sus cuentos infantiles: Cenicienta casi
En exclusiva para AntologArte, Literatura Infantil y Juvenil.
Ilustración: abtuno.
TodoMePasa.com
Para Inés de Tavira
Entonces tenía siete años. Mi cuerpo era el de un bebé agigantado. Con esos brazos regordetes y las piernas esponjosas y saltarinas, habría sido justo ser llamada querubín. Tenía mi misma cara que a los tres, que a los cinco. Distraída. Salvo dos hoyuelos en la mejilla izquierda, ninguna otra belleza. Siempre simple. Es cierto que a los siete el cuerpo y el pelo habían mutado de su forma original, pero poseían el mismo tono ámbar, el mismo olor mío de siempre, dulzón. Siete años era la medida para calcular el “siempre” y entenderlo casi. –Siempre estás de floja –alguien me dijo una vez, varias. ¿Siempre? No notaba el cambio en mí sino en todo lo que ya no me venía, en lo que me quedaba de pronto tan pequeño. Así podía comprender la lógica del antes y nunca la del siempre. El antes estaba ahí, en lo que dejaba de ser para transformarme en algo ajeno. Monstruosa. –Antes eras muy buena niña, ¿qué te ha pasado? –notó una vez mi Miss favorita. Tirar los primeros dientes, saborear mis encías chimuelas y, empezar a ver mi frente en el espejo del baño al peinarme, eso era crecer. El crecimiento me revelaba el misterio del antes como un aire irrecuperable. –¡Qué bárbara! ¡Ya estás enorme! Y dolía saberlo. Aún a los siete creía ser idéntica a una princesa de ensueño. Hay otras niñas como Ana Paula, la hermana grande de Marifer. A ella su padre le prometió que era una princesa; sí, pero montada en un dragón lanzando saetas. Una guerrera. Era su destino convertirse en una mujer brillante. A ojos vistas era una criatura destacada y, a pesar de todo esto, se distanciaba de los halagos con abismos superiores. Sola, completamente entera, prefería admirar la rebelión de las hormigas antes que entablar palabra o jugar con las demás. Todo mundo, dentro y fuera del colegio, atendía su belleza, llenando a “Ana Pau” de privilegios perennes. Yo en casa me hacía la Cenicienta cada tarde y, sin barrer, jugaba en los rincones con la escoba. Me untaba de tierra las mejillas. Deseando ser pobre, creí en un sendero donde la dicha recompensaba al final el sacrificio de las criadas. –Tengan cuidado con esta niña, la imaginación es como la loca de la casa. Hagan que repase las tablas, que aprenda a escribir con corrección– sugirió la madre Leonor a mis padres. Pero en nada podían ser dañinas mis fantasías infantiles y, por el contrario, mi padre veía en mí los dotes de actriz con que triunfó la tía Margarita. Me dejaba jugar a mi antojo; sola, libre, desbordada. El baile del gran palacio ocurría en la sala. Muchas veces gocé actuar el momento en que se me desprendía la zapatilla de cristal. Al perderla, salía ofuscada al jardín, dejando caer el íntimo recuerdo que de mí tendría más tarde mi imaginado príncipe azul. –Adiós, príncipe. ¡Son las doce! ¡Me voy! Y miraba mi pantufla con falsa indecisión antes de huir apurada. [caption id=\"attachment_625\" align=\"aligncenter\" width=\"750\"] Cuentos infantiles: Cenicienta casi, de Abraham Téllez España (Sogem).[/caption] De entre todos los juegos, la Cenicienta era el que más sonora volvía mi voz, el que daba a mi mirada cierta inocencia azul; sólo pensando en ser Cenicienta podía actuar con el cuerpo vivaracho y encendido. Jugar a la hermosura para crearme y creerme mi ficción personal. –¿Cómo está mi niña, la más guapa? –me decía papá elevándome a una fantástica y, sin embargo, simple mentira. La tarde que Marifer y Ana Paula vinieron juntas a la casa tragué fríos hasta antes ocultos. Fue la única vez que Marifer vino con “su-hermana-la-guapa”. Ana Paula y sus labios pequeños de redonda florecita. Ana Paula y sus ojos verde imperial. Ana Paula, su pelo rubio, también verdoso bajo el rayo del sol. Ana Paula tres años mayor, tres veces más. ¡Ana Paula fue mi invitada más honorable hasta entonces! Cuánta dicha me causó verla comer; sabría siempre que ésa fue la silla que escogió para sentarse a la mesa y que, aquel vaso con estrellas fue detenido por sus pulcras manitas. ¿Cómo haría para nunca ensuciarse los dedos o la palma con la tinta? Cuando fuimos a la nevería, Ana Paula pidió un helado de mango y así fue como empecé a tener mi propio postre favorito. A partir de entonces pedí helado de mango durante años. Al regresar a la casa aquella tarde, nos encontramos con el coche de su madre bajo la luz de un farol que acababa de prenderse. La luz del farol, el coche inmóvil, fueron presagios que anunciaban el fin de esa alegría únicamente mía. ¡Cómo me habría gustado peinar a Ana Paula!, ¡verla dormir!, ¡ser Marifer! A las siete y diez nos terminamos el helado y Ana Paula se apartó callada encontrando asiento detrás del gran macetón. Se veía elegante en su aire de contemplarlo y saberlo todo. Una mujer. La sombra de la aralia salpicaba su piel de formas salvajes y en su mirada cupo la pupila de un animal salvaje cuando me erguí diciendo: –Y que yo era Cenicienta, ¿y que éste era el palacio? En cuanto lo dije, cierto hechizo opuesto al esperado, se apoderó de mí. El escalofrío cercano, la mala sorpresa que descompone los huesos de la espalda; algo dentro de mis oídos sonaba como un plato al quebrarse, como el agua que no es bien servida de la jarra y se derrama por todo el mantel, ensombreciendo y silenciando la realidad que rodea. Ésa era yo, de pie, con las mejillas irradiando el calor de mi vergüenza. Por donde se viera, un castigo llegaría. –Tú no puedes ser Cenicienta. ¿Verdad, Ana Pau? ¡Cenicienta es rubia! Y además es muy bonita –declaró Marifer sincera, con la despreocupación de una inocente. Ana Paula no dijo una palabra, pero su mirada despuntó un invisible viaje al escondite de mi cerebro donde estaba ella guardada junto con la intención mía de agradarla. Me halló ansiosa por escapar de mi notorio deshonor y, al verme tan fresco el sudor de la frente, me desvió la vista. Quise llorar por un dolor nuevo, recién conocido. Descubrí la burla disimulada en Marifer y algo de ese momento me redujo para siempre a un nuevo estado, el de la tonta. Yo había visto varias tontas en el salón. La tonta es casi semejante al papel que ocupa la fea, la gorda. A la tonta solo se le usa o se le ignora. Y, muy de vez en cuando, se le humilla. Es necesario el oído de la tonta que siempre sirve de contenedor para la voz de las bonitas o no tan bonitas, pero que tienen siempre algo que relatar. Un conflicto que amerita decirse, una aventura que cause envidia e intriga, o un pesar que desahogar, lo que sea pero que siempre debe ser dicho. –Mejor juguemos a “los ratones”, ¿no? –ordenó Marifer. Ana Paula buscó a su madre con un vistazo y luego reposó la frente sobre sus rodillas. Sin deseo real, obedecí a Marifer y nos volvimos de repente dos ratones teniendo aventuras entre la gente. Cualquier mayor podía ser esa gente mala que quería cazarnos, que no sabía que éramos dos ratoncitos de película. Y por eso nos gustaba asustar a los grandes con nuestras larguísimas colas y con nuestros feroces chillidos. –¡Miren nada más a estos ratones! –nos dijo la Tita al vernos entrar a su cocina. Luego vio mi cara quebrantada. –¿Qué tiene mi chiquita? –le oí decirse, casi para sí misma, encorvada frente a la estufa. Ana Paula se levantó con pesadumbre y, de pronto, su gesto divino se clavó en mi entrecejo. ¿Y ahora, qué? Su Misterio. Se acercó discreta al comedor. Nuestras madres fumaban y cuando la mía echó una miradita al reloj, Ana Paula se desplomó con el peso de una nube que cede su vida a la luz de una tarde perdida. Ése era el primer desmayo que contemplaba, el primer ritual en que vi una mujer inmolarse a sí misma para satisfacer a las otras. Con su desmayo, Ana Paula hizo un corte en el tiempo inmóvil y lo volvió repentinamente veloz, suyo en absoluto. –¡Dios mío! –gritó su madre poniéndose de pie. Y se lanzó junto a su cuerpo dorado, vibrante en el azul marino del uniforme que, desde el piso, no me pareció igual al mío. Un pesar se me colgó de los ojos, verla dolía como cuando se reprime una lágrima. Mi mamá corrió al baño a traer el alcohol y escuché susurrar con enojo un: “¡Ana Pau, hija!” Cuando mi madre volvió, me encontró tan pálida que pensó que iba a desmayarme también. Miré a Ana Paula. Me coloqué frente a esa reina de hielo adormecida y, desde sus párpados, quizá cerrados con sorna, me sentí observada con exactitud, leída como nunca antes, incitada a caer. La escuché suplicante; me habló con el timbre de una voz imaginada por mí, o por ella insinuada ella desde su silencio en el piso. Ahí empezó todo. Suave su voz, lenta melodía, sonaba alargando las palabras: “Hazlo, hazlo ya.” –¿Y si la beso para que… Mi madre apenas me dejó concluir. –¡No digas eso! ¿Qué van a pensar de ti? –repuso mientras destapaba el alcohol con el temblor de su nerviosismo. Entonces sólo yo pude ver a Ana Paula sonreírme levemente al tiempo que recobraba su expresión habitual. Pestañeó conteniendo las ganas de reír por mi absurda intención de rescatarla. Recuperó el color de sus mejillas: tramposa. Le tomó unos segundos de esfuerzo levantarse, para así dar mayor credibilidad a su malestar. Cuando se fueron mamá no me sirvió la cena, dejó de hablarme por tres días sin ceder a mis gestos lánguidos. Había en su mirada un discreto horror al verme, por eso prefería desviarme de su mirada,, como la hembra que ya no reconoce al miembro más inservible de su camada. No sabía que hubiera hecho algo para disgustarla así. Se habría dado cuenta de que yo no tenía la vocación de las otras para ser destacada. Todo siempre en el mutismo, mi madre sin voz, dejándome en lo que se calla porque de otra forma, ¿cómo se esconde? La última vez que jugué a la Cenicienta mi madre habló. Mientras me desplazaba en ese vals solitario, tomando el hombro de mi príncipe con delicia, ella caminó a la cocina y me dijo: –¿Con quién bailas, eh? Me detuve, enrojecida. La vi entrar a la cocina, sobre mi aliento contenido sentí los ruidos con que sacaba el hielo. Varios cubos golpearon contra el cristal, luego, el golpe de la puerta cerrando el refrigerador. Afuera no hice nada, enmudecí en la espera de verla salir otra vez. Llevaba su coca-cola burbujeante y negra, que encendía las formas del hielo, que escurría del vaso espumosa, humedeciéndole los dedos. Fue hacia arriba sin voltear a verme. No jugué a la Cenicienta en adelante y me lo propuse con el fin de una sola cosa: tenía que empezar a irme bien. Era momento de imitar, más bien, a la tía Luz, que era formal, tan seria en la escuela, tan respetada por los abuelos. Me inspiraría en ella escogiendo un punto falso adonde dirigir los ojos cuando no hay nada más que decir. Todo había cambiado con la suma de esas tardes, menos el gesto que me acompaña y define, ese temblar de los ojos distraídos, que se esfuerza para simular una calma aparente. Con nada volví a jugar a partir de esos días, ni con los cubiertos, los platos, la escoba, la tierra… ni con las mentiras. Era tiempo de crecer. Tanto me afecté por la entrada de Ana Paula a mi casa que no volví a saludarla más. Ella sí tenía la obligación de ser hermosa, por eso algunos niños más grandes se acercaban al portón de la escuela llamándola. La miré como ellos, pero oculta. Y los terribles días de escuela terminaron siempre a las tres de la tarde. Y la medianoche, límite impreciso de la fantasía que anticipa la vuelta a una realidad seca que, desprovista de sus doce campanadas, aparece con el día para cambiarlo todo.