Día del Padre: El día que morí para mi progenitor
Texto: MamiTatuada
Hace tres años que comencé a darle un nuevo significado al Día del Padre. Antes de casarme y conocer al hombre más maravilloso de mi vida, solo celebraba a mi madre por haberse quedado a mi lado cuando mi progenitor se fue.
No guardo rencor a nadie, de hecho ni siquiera sentía la necesidad de escribir sobre esto. Pero me parece nafasto que cada año salgan un montón de pendejos a ofender a las madres solas que celebran el día del padre. Si no hay un padre en su vida, ¿por qué no iban a serlo ellas? Pero nos creemos perfectos, ¿o no?
Mi madre pensó que criaría sola a su hija.
En cuanto supo que estaba embarazada, él desapareció… Pero el destino tenía una lección aún más importante: No bastaba con sufrir sola, tenía que darse cuenta de que ese hombre no debía quedarse.
Un día él regresó. Estaba convencido de que sería el mejor padre del mundo, ansiaba conocer a su hija (misma que meses atrás había negado que fuese suya). Pero ahí estaba. ¿Por qué no concederle una segunda oportunidad si es de humanos errar?…
Dos años nos duró el cuento del padre perfecto. No estoy segura de si fue la bebida lo que lo transformó. O las mujeres que tuvo como amantes y a quienes prefirió darles todo antes de que su esposa e hijos pudieran disfrutarlo… No estoy segura. Un día él se cansó de haber “arruinado su vida” al casarse tan joven y convertirse en padre. Necesitaba disfrutar su vida, su carrera y ser libre.
Por eso se fue.
Seguimos en contacto por algunos años.
Él venía por mí y mi hermano para pasar “juntos” una o dos semanas al año. Y lo pongo entre comillas, porque la realidad es que nos llevaba a su nueva casa para convivir con su nueva familia (a la que, debo mencionar, le tengo un cariño muy especial). Pero él seguía desapareciendo.
Aunque no siempre estaba ausente. Recuerdo muchas veces que se la pasaba viendo la televisión con su Bacardí al lado. A veces, cuando el alcohol no lo dejaba tan tumbado, comenzaba a gritar y a agredir a quien fuera que se le pusiera enfrente.
¿Es cruel de mi parte pensar en él y verlo como un completo desconocido?
¿Soy egoísta por no haber comprendido que tal vez no estaba listo para ser padre y se sentía presionado con nuestra presencia?
Pronto tuve la edad suficiente para pedirle a mi madre que ya no me dejara ir con él, que le pusiera algún pretexto. Pero que no me obligara a estar ahí. Pasaron tal vez cinco años. La última vez que lo vi antes de esa trágica noche en la que “me mató”, fue en mis XV años.
Mi madre me había suplicado que lo tratara con cariño porque estarían su familia, sus amigos. Y no hay nada peor para un padre que pasar la vergüenza del rechazo por parte de su hija adolescente.
Creo que las cosas salieron bien ese día, a decir verdad, fue el único momento que recuerdo que compartimos como padre e hija. Bailamos el tradicional vals. Él me dijo que había crecido tanto, que me veía hermosa y que estaba orgulloso de mí…
Al recordar sus palabras, no puedo evitar llorar. Muy en el fondo ansiaba tanto que mi padre me demostrara que le importaba. Había esperado toda una vida para oír esas palabras.
Pero fueron vacías.
Después de mi noche mágica, de nuevo no volví a escuchar de él. Pero muy en el fondo comencé a sentir una falsa conexión con él y una necesidad de enmendar todos los años que nos habíamos perdido… Así que al siguiente verano acepté ir con él.
No sé en qué estaba pensando. Desde la primera hora con él ya me había hecho sentir incómoda y humillado delante de su familia. Todo porque yo estaba muy feliz de haber salido en primera plana del periódico con mi grupo de teatro por una obra que habíamos presentado.
Él ignoró lo importante que había sido para mí. Y, en vez de felicitarme, comenzó a hacer comentarios de que la única forma en que yo saldría en el periódico sería en la nota roja, o porque me atraparon por robar o algo así…
Un padre estereotipando a su hija que vestía de negro y escuchaba rock pesado. ¡Bravo, padre! Ese día ya no quería quedarme un día más con él, pero me tragué las lágrimas y seguí ahí. Llegada la noche se le pasaron las copas, como siempre. Y yo tenía la cara de una adolescente normal (enojada), pero él lo tomó personal. Y desquitó su coraje agarrándome a golpes.
Como quien lucha con alguien de su misma fuerza y tamaño. ¿Qué podía hacer una escuincla de cincuenta kilos y ciento sesenta centímetros de altura contra alguien de cien kilos y un metro ochenta?…
En mi defensa diré que luché bien. Pero no me enorgullece lo que pasó esa noche. Llamé a mi mamá ese día, ya pasaban de las doce de la madrugada. Llamé y no podía contener las lágrimas.
Lágrimas que no eran para nada ocasionadas por los múltiples golpes que recibí.
Ni porque rompió mi collar favorito cuando intentó ahorcarme con él. Ni por mi moretón en la espalda cuando él me lanzó contra el buró y me golpeé contra la esquina del mismo.
Nada de eso me provocaba el llanto. El llanto surgió por haber sido tan crédula. Por pensar que una persona así podía cambiar. Por pensar que en algún momento de su vida le importé aunque sea un poco.
Me arrepentí tanto ese día por haber ido con él, por querer que fuera un padre para mí. Me dio asco recordarme ilusionada queriendo compartir mis logros con él. Por eso lloraba, porque sabía que yo me había puesto en esa situación.
Mi mamá llegó pasadas las dos de la mañana. Tuvo que agarrar carretera para ir a buscarme. Y cuando por fin llegó, este hombre comenzó a hacerse el mártir diciendo que yo había sido una ingrata. Que jamás se imaginó que alguien podría levantarle la mano a su padre (aunque fuera para defenderse).
Ese día tomé mis cosas y salí de su casa para nunca regresar. Y mientras subía al taxi con mi mamá, él gritó que ya no tenía hija, que su hija estaba muerta y no quería saber nada de mí, nunca más.
Y fue así como le hicimos. Durante muchos años preferí que la gente pensara que mi padre estaba muerto, porque me daba vergüenza admitir la verdad. Me daba vergüenza que la gente supiera que no me quería, que me había “matado”.
Contrario a lo que pueden pensar, no le tengo rencor. Tampoco lo quiero en mi vida ni en la de mi hija. Él no es el abuelo de mi pequeña, no merece ese ni ningún título.
Simplemente se alejó.
Renunció él mismo a cualquier parentesco conmigo.
Pero algo sí le tengo que agradecer:
Gracias a él supe qué clase de hombre no quería en mi vida. Supe qué padre no quería que mis hijos tuvieran. Gracias a él supe que cualquier persona que se atreve a agredirte no te ama realmente. Y no merece que te molestes en incluirlo en tu vida. Supe que no tengo que sentirme mal porque alguien no me quiera en su vida…
Y gracias a él supe que mi madre es la única con el derecho de llevar con orgullo el título de ser mi madre y padre al mismo tiempo.
Han pasado once años desde que lo vi por última vez. Y jamás estuve tan convencida de que un padre es quien ama, protege y cuida…
Si no hace eso, no merece ser llamado padre.